Hemos visto en entradas anteriores la evolución del concepto de urbanismo y
de ciudad en el último sigo. Ahora queremos fijarnos en la ciudad como modelo
sostenible de convivencia (no solo de sus habitantes, también del organismo
ciudad con su entorno).
Es comprobable fácilmente que la agenda de cualquier actividad está diseñada hoy de acuerdo con la obsesión por el crecimiento económico y por la
competitividad. Esto hace que se minusvalore, o se pierda por completo, el
debate de los objetivos socio-ambientales de los proyectos públicos y privados
del desarrollo de la ciudad y, en general, del desarrollo urbano.
El impacto ambiental y
social de la ciudad
Aunque hay una gama amplia de formas de urbanización, desde el modelo de
urbanización compacto al de urbanización dispersa con todos sus pasos
intermedios, la dispersión de la ciudad provocada por la ocupación explosiva
del territorio, genera impactos ambientales de calado profundo: pérdida de la
biodiversidad, impermeabilización y sellado del suelo, distorsión del ciclo hidrológico…
y desde luego, aumento del consumo energético. No es pequeño tampoco el impacto
social relacionado con el aislamiento y la especialización funcional que la
dispersión conlleva.
El aumento creciente rapidísimo, de las poblaciones en la ciudad, debido
principalmente en nuestro entorno a los procesos migratorios, incide directamente
sobre el consumo de recursos, aunque con una huella ecológica desigual en las
zonas urbanas (lo que refleja la gran diferencia de riqueza económica entre
urbes de mundo desarrollado y de mundo en desarrollo).
La presión de la ciudad
sobre su ‘hinterland’
El crecimiento expansivo al que nos
hemos referido más arriba, junto al aumento del consumo de recursos, su efecto
en la contaminación y los residuos generados, aumentan la presión sobre su 'hinterland', los
territorios que soportan el mantenimiento de la ciudad.
La dispersión de la ciudad ha hecho aparecer las posibilidades de la
movilidad individual, estrechamente vinculada a una política vial que no se
desarrolla de acuerdo con la ordenación territorial y urbanística, y que ha
conseguido que la red vial para el vehículo a motor privado se haya constituido
como el eje vertebrador de la estructuración del territorio. Este es uno entre tantos ejemplos de derroche de recursos, pero lo traemos aquí porque todos podemos en mayor o menor medida sentirnos identificados, responsables y con cierta tendencia a no pensar en cómo puede hacerse más sostenible.
Mantener un sistema urbano depende cada vez más de la explotación de
recursos de sistemas naturales más o menos alejados de la ciudad. Y mantener y
aumentar la complejidad de la ciudad supone un derroche de suelo, material y
energía.
Si nos fijamos en los límites ecológicos de la ciudad, si pensamos en la
unidad básica que cubra las necesidades de personas y organizaciones del
sistema urbano, tenemos que considerar la capacidad de carga (es decir, la
población máxima que puede mantenerse de forma sostenible en un territorio, sin
deteriorar su base de recursos), el clima, la disponibilidad de agua y el suelo.
Sostenibilidad en el todo y
en las partes
Lo sostenible es entonces una variable que implica buen número de factores: fuentes y sumideros de energía, suministro de alimentos, tratamiento de residuos, tecnologías asociadas,… y desde luego características energéticas de los edificios y barrios, o factores sociales como la proximidad entre lugar de trabajo y domicilio.
Así volvemos, como en entradas anteriores de este blog, al concepto clave
de sostenibilidad, tanto de las edificaciones que se alzan sobre el territorio
urbanizado como de ese territorio. Un sistema urbano será sostenible si adecua
el gasto energético (minimizándolo) a los recursos disponibles y tiene en
cuenta la capacidad de transporte de los ecosistemas, si se planifica,
desarrolla y mejora con ese objetivo de sostenibilidad.
Paramos aquí, sin desarrollar la idea, pero sí apuntando, que la urbanización
a gran escala actual está más próxima a ser un proceso básicamente insostenible
que a lo contrario.
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